Opinión | Extremadura desde el foro
La exculpación
No me interesa el libro sobre el infame infanticidio de Bretón

Jose Bretón, detenido
Hay crímenes que son tan atroces que espantan comunalmente. Revuelven vísceras y conciencias. Muertes tan difíciles de comprender o aceptar, que funcionan como una suerte de electroshock social. Una sacudida general y vicaria, quizás porque nos pone frente al espejo roto de la fragilidad de nuestra propia existencia. Intentamos canalizar esa rabia acumulada, que disimula mal el miedo, en forma de calificativos: monstruosidad, enfermedad. Adjetivos voluntariosos que no esconden que, en realidad, todo forma parte de la misma naturaleza. El problema no es la banalidad del mal, sino su insufrible cotidianidad.
A mí no me interesa el libro de Luisgé Martín sobre el infame infanticidio de Bretón. Desde mi experiencia personal, como padre, sólo puede moverme a una repugnancia que, para qué vamos a engañarnos, prefiero evitarme. El drama de la muerte de un niño ( ‘inocente’ solemos llamarles, no sin razón) resulta intolerable cuando viene de quien le ha dado vida. Su publicación ha levantado ampollas y muchas voces se alzan para evitar que la obra se venda, incluso solicitando judicialmente el secuestro de la publicación.
Pero entiendo la utilidad social que pueda tener la indagación psicológica del asesino. La literatura ha sido un canal que ha dado muestras brillantes. En todo caso, ni esto ni la aversión al posible rendimiento económico tienen relevancia en lo que se refiere al derecho a su publicación.
En este caso, se produce una colisión de derechos: por un lado, la libertad de expresión, y su vertiente respecto de la creación literaria o artística; y por otro, el derecho legítimo del honor de la familia. Ambos están, además, especialmente protegidos en nuestro ordenamiento y el comunitario. Podríamos añadir un tercer eje a este difícil equilibrio: la protección del menor, que es un interés superior jurídicamente.
En este caso, se produce una colisión de derechos: por un lado, la libertad de expresión, y su vertiente respecto de la creación literaria o artística; y por otro, el derecho legítimo del honor de la familia. Ambos están, además, especialmente protegidos en nuestro ordenamiento y el comunitario. Podríamos añadir un tercer eje a este difícil equilibrio: la protección del menor, que es un interés superior jurídicamente
La repulsa es un estado pero desde luego no configura un derecho. Y los jueces lo que tienen que aplicar es, aunque políticamente cada vez se entienda “peor”, el imperio de la ley. Si la alarma social ni siquiera está justificada como detonante de una legislación judicial, en una valoración judicial directamente ni existe. Es un debate jurídico, no moral ni ético.
Porque, por mucho que nos estomague el uso (y abuso) de los viscosos límites de la libertad de expresión, la censura no debe entrar en la motivación del juez. La falta de comprensión y el rechazo social de la sentencia que no paraliza la luz pública del libro es un indicativo de cómo nos sentimos, de cómo digerimos un evento tan perturbador. Pero ningún derecho, por fundamental que sea, debe ser absoluto.
No hago defensa ni alego que deba ser publicado. Sólo señalo que debe ser desde cauces jurídicos, con la objetividad garantista del proceso, donde se decida. No aceptar esto es solamente una forma de exculpación, intento de librarnos del terrible sabor de no haber podido evitar el vil crimen, de saber que se puede repetir, y de arropar a la víctima, la madre de los niños.
Siempre restará la libertad de no comprar, no leer, no dar altavoz. Nuestra libre elección.
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