Diario de un cacereño en Filipinas
Una ventana desde Cáceres hasta Filipinas
Poco a poco, la marea alta de la novedad ha ido dejando paso a la resaca de la rutina. Por el camino, repartidos por la playa, se han quedado los objetos que en un primer momento me llamaron la atención

Una niña mirando a través de una ventana en Filipinas. / Paul D. Williams

Después de cumplir once meses viviendo en Manila (sí, los estoy contando), empiezo a notar un cambio de tendencia en la forma en la que describo mis experiencias en Filipinas. He tenido la suerte de ir narrando mis aventuras por estas tierras desde la primera semana en la que llegué a este país, a mediados de junio de 2024. Cada domingo, abro esta ventana que comunica una calle en Filipinas con otra en Cáceres (me gusta imaginarme la ventana situada enfrente del parque de Cánovas), para que ambos mundos se miren por un rato y se sientan más cerca a pesar de la distancia.
Los primeros artículos
En los primeros artículos, se percibía mi entusiasmo por todas las novedades que iba descubriendo. Hasta un simple café era merecedor de una mención especial y expliqué con deleite cómo por aquí llaman “café español” a una bebida que a nosotros en España no nos resulta tan habitual: café con leche condensada.
Resaca de la rutina
Poco a poco, la marea alta de la novedad ha ido dejando paso a la resaca de la rutina. Por el camino, repartidos por la playa, se han quedado los objetos que en un primer momento me llamaron la atención, caracolas en las que podía escuchar sonidos de un nuevo mar, pero que ahora ya no recojo porque me he acostumbrado a verlas por el suelo. Algunas, incluso, las devuelvo al agua para no tropezarme con ellas.
Los atajos
En una de esas patadas para quitarme de en medio lo que me estorba me he dado cuenta de que me he acostumbrado a vivir en Manila. Eso trae algo positivo: es imposible vivir constantemente como si todo fuera nuevo. Requiere un nivel de energía que no se puede mantener mucho tiempo. Casi involuntariamente, terminas encontrando los atajos para llegar a los lugares en los que te sientes más cómodo. Pero la parte negativa es que fuera de esos atajos te vas perdiendo otros caminos que podrían haber sido aun más interesantes (o llevarte a un callejón sin salida, lo cual forma parte del aprendizaje).
Movimiento de péndulo
Y en ese movimiento de péndulo entre el entusiasmo del recién llegado y la desidia del acostumbrado al lugar, he descubierto que me estaba quedando demasiado tiempo en el lado más aburrido. Es un extremo que exige menos esfuerzo y en el que resulta mucho más sencillo ver el lado negativo de las cosas. Es un sitio en el que todo molesta: si hace calor, hace demasiado. Si hace frío, congela. Y nunca va a llover en el momento oportuno.
Emigrantes
De forma inversamente proporcional, me he percatado de que conforme crece el desapego por la tierra que te acoge, se produce un aumento por la idealización de la tierra que dejaste atrás. Lo saben bien los gallegos, emigrantes por antonomasia, que dejaron en el castellano el concepto de morriña para referirse a ese sentimiento de añoranza por la tierra natal. También conocemos muy bien este sentimiento los extremeños, que hemos tenido que emigrar a lo largo de la historia a otros lugares, ya fueran en el otro extremo del globo o de la península ibérica (“Tierra de conquistadores”, que cantaba Extremoduro, y continuaba diciendo que no nos quedaba otra, con una rima que no puedo reproducir por aquí).
Idealización
El problema de idealizar el lugar de origen es que, cuando vuelves allí, te das cuenta de que lo que recordabas como una fotografía perfecta es en realidad una película con muchas aristas, y también te produce rechazo. Te quedas entonces en una tierra de nadie. No soy de aquí, ni soy de allá, que cantaba otro poeta, Facundo Cabral. ¿Qué hacemos, entonces, para encajar en algún lugar? Supongo que encontrar el equilibrio del péndulo. Aunque a veces el equilibrio, como decía otra canción, parezca imposible.
Ignacio Urquijo Sánchez es periodista
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